En las dos generaciones que la preceden, se anudan los apellidos Anchorena, Marcó del Pont, Basavilbaso, Drago, Nazar, Cárcano. Y Obligado, por supuesto. Porque cada vez que aterriza aquí, a la escritora Clara Obligado la memoria familiar se le aparece en nombres de calles y avenidas; en los billetes de veinte pesos que retratan la Vuelta de Obligado. O en el CCK, edificio imaginado por su antepasado Ramón José Cárcano; en la plaza Pedro Miguel Obligado; en el poema Santos Vega, uno de los clásicos de la literatura gauchesca, escrito por su bisabuelo Rafael; en la “Marcha a las Malvinas” (aquella de Tras su manto de neblinas, no las hemos de olvidar), que no fue encargada por la junta militar sino compuesta en 1940 por su abuelo Carlos de Obligado –con música de José Tieri–. “Yo me fui de un lugar muy estable en el que siempre estuve incómoda”, concluye hoy.

Clara fue la anomalía en una estirpe que atraviesa (y que es atravesada por) la historia argentina. La que eligió moverse en los márgenes y optó por la militancia cuando se esperaba de ella que paseara del ganchete de un marido connotado: en cierto modo, lo que heredó fue el mandato de ruptura cultural de los años 60.

“Pertenezco a un mundo que, de alguna manera, terminó. Nuestros padres no esperaban nada de sus hijas, solo que nos casáramos bien. Eran familias muy numerosas, donde no había proyecto”, dice a Ñ desde un pueblo de Extremadura donde está leyendo los manuscritos finalistas del Premio Clarín Novela, del que vuelve a ser jurado. Vive en España desde que se exilió en 1976.

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