Siempre es complicado definir los alcances de una obra en cuanto a su recepción; la devolución de una lectura puede ser inmediata, puede darse en el transcurso de algunos siglos o acaso no producirse jamás. Sabemos que las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, por caso, imantaron a toda una generación de escritores y no escritores de diversas latitudes; la influencia del mismo Schwob fue determinante a tal punto que su muerte fue registrada con gran pesar por dos diaristas tan disímiles como Jules Renard y Paul Léautaud.
La pregunta que se hace Diego Tatián (Córdoba, 1965) está emparentada con lo anteriormente dicho, postulando además una hipótesis plausible: ¿será quizás Spinoza el factor que fija para siempre el destino de una vida/obra? En vías de responder esta cuestión, el autor viaja a través de ciertas fechas por un derrotero no lineal, tomando nota (o imaginando) la incursión o mejor dicho, la intromisión del pensamiento spinozista en los vericuetos de la existencia. Las figuras que elige para su propósito tal vez sean parte del bagaje intelectual o sentimental del mismo autor; en cartelera figuran John Berger, Peter Handke, Alberto Gerchunoff, Gustave Flaubert, Zbigniew Herbert, Roland Barthes, Paul Celan y muchos otros más. Tatián escoge un momento que funciona como partidor y de ahí en más le da rienda suelta a una prosa de corte afable, siempre continua; un aura de bonhomía cruza los textos y nos arrastra consigo para inmiscuirnos en las lecturas de los otros, algo de lo que nos ocuparemos sobre el final de este escrito.
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