Subestimamos la superficie de las cosas pero ¿quién estaría dispuesto a zambullirse en un mar donde flotan desperdicios de todo tipo aun cuando le garanticen que en la profundidad el agua es cristalina y se encontrará corales y pececitos de colores?, podría ser una de las tantas preguntas con las que López Brusa interpela al lector en El lecho. Con las inundaciones, como con las crisis, los problemas recrudecen y afloran como boyas fosforescentes en un río marrón. Aunque no está explícito, la novela parece ambientada en la tristemente célebre inundación que ahogó la ciudad de La Plata en el año 2013. Pero esa referencia es intercambiable-y el autor lo sabe-, porque si bien aquella tormenta larga duración afectó tanto a la urbe como a sus extramuros, los tantos entre una y otros nunca se emparejan y porque en los últimos cualquier chaparrón puede transformase en una tragedia. Cuando el río crece, en la capital sobrenadan residuos, en los suburbios cadáveres. Por eso el dato es el estado de emergencia permanente de estos y no los metros cúbicos de agua acumulada, ni siquiera la catástrofe. Y la novela visibiliza esa fragilidad vitalicia del extrarradio como si le colocase un reflector gigante encima.

Sin embargo, López Brusa no sucumbe en ningún momento a la estrategia fácil y demagógica de periodizar y pautar su relato conmutando la narrativa en una crónica social. Su personaje, la Daniela, no es una muestra ni un testigo; simplemente es uno más de esos seres anfibios que habitan en el lado oscuro de la ciudad y se desplazan desafiando cualquier hábitat y cualquier forma de previsión de la experiencia.

 

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