Esta es la historia de Bruna, una niña vieja; y como si hiciera falta aclararlo: no es la historia de una niña que envejeció, sino de una que siempre fue vieja. Si la edad es otra de las cosas que nos llegan de manos ajenas (nunca hay una edad propia: incluso antes de aprender a contar, son otros los que cuentan nuestros años por nosotras siguiendo ritos iniciáticos, etapas imaginarias y múltiples destinos prefabricados), Bruna se pasa de la lista de espera del “cuando seas grande” y asume la vejez como punto de partida y voto punk: acá, en este pueblo, en esta escuela, en esta casa, en esta familia; acá, entre ustedes, no hay futuro. Una niña vieja que decide vivir en otro lado y que no se cree el cuento del cuarto propio: lo que ella quiere es toda la casa, y muy pronto se da cuenta de que no hay Padre Nuestro ni Virgen María que se la ofrezca, sino que deberá arrebatársela a la muerte; pero no a una cualquiera, sino a la muerte jurada de lo que tendría que haber sido.
“Yo sé de casas –dice ella–. Tuve un montón y tuve el miedo de no tener ninguna. Tuve casas en donde sobraba el silencio o los gritos intermitentemente. Tuve casas con cuadros y vacías. Tuve casas en un barrio, en el centro y en la playa. Tuve casas grandes y casas mínimas, tuve casas de familia y de amigas. Tuve casas con gatos, con perros, con peces y canarios. Tuve casas con padre, casas con madre sin padre y abuela. Tuve casas con miedo. Tuve casas sucias y casas limpias. Casas embrujadas y casas mágicas. Tuve también casas que no eran mías. Cambiarme tanto de casa hizo que entendiera la diferencia entre un edificio y un hogar. Yo sé de casas, también del miedo a no tener ninguna”.
¿Dónde vivimos? ¿Cómo? ¿Cómo convivimos cuando ni los espacios ni los modos de habitarlos son ya los que heredamos sino lo que hicimos con la renuncia a la herencia? La familia, como máquina, como industria, como fantasía, no soporta preguntarse acerca de sí misma y desarma en cada uno de sus miembros la posibilidad de la duda; pero Bruna es una niña vieja y sabe que vale la pena aventurarse en el mito del origen. O inventarlo. Pero antes, roba.
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